Mucha gente acumula conocimientos, despliega su genialidad constantemente, su currículo está lleno de títulos y suelen ser geniales en los negocios, pero, aún con todo eso, fallan en sus asignaciones laborales por tener muy malas relaciones de trabajo.
De hecho, uno que fue mi jefe, era capaz de cerrar negocios que uno creía imposibles, pero que, como persona o compañero de trabajo, era insufrible.
Otros en cambio, acumulan experiencias en las cuales dejaron el alma, acaparan un gran número de gente que los estima, suelen ser exitosos, aunque quizás no siempre en posiciones encumbradas, y todo esto sin tener grandes títulos o estudios.
En este caso, otro que fue mi jefe, y que era un excelente líder porque motivaba y cuidaba a su equipo, nunca pasó de ser un jefe de área, por esas mismas características.
Entonces…
¿Qué es más importante?
¿El Coeficiente Intelectual (CI) de los primeros o la Inteligencia Emocional (IE) de los segundos?
Hay miles de escritos sobre la definición de una y otra, muchos de ellos de los últimos años, llegando a la conclusión de que ambos son importantes en distintas proporciones o para distintas actividades y posiciones organizacionales.
Algunas estadísticas muestran que el éxito se da usualmente en ¾ partes por la Inteligencia Emocional y ¼ parte por el Coeficiente Intelectual, lo que podríamos considerar como la mezcla ideal para nuestra organización, pero esto depende mucho del tipo de empresa que tengamos y de qué área de la misma estemos hablando.
Lo importante entonces es ver cómo las reconocemos en la vida diaria y qué hacemos con ellas.
Desde nuestra experiencia, podemos dar algunos lineamientos básicos para trabajar, aunque siempre que se habla de personalidades, la cosa no es tan sencilla.
De cualquier manera, vayamos a los extremos, que son más fáciles de identificar.
Un gran CI, trae aparejado casi siempre una desconexión emocional con el resto del mundo, una barrera invisible que el portador pone entre él y los seres humanos que, desde su visión, considera más básicos.
Esto no siempre es consciente, pero casi siempre presente.
Esta persona no va a ser la alegría de las fiestas, ni ese de trato fácil y gesto siempre atento, todo lo contrario.
Generalmente lo vamos a ver muchas veces ensimismado en sus cavilaciones, y, aunque tenga la solución para muchas cosas, el resto de la gente será reticente en pedirle opinión o ideas porque cada una será dada en forma de cátedra y con una mirada de superioridad.
Recuerdo a un miembro de uno de mis equipos que tenía soluciones innovadoras todo el tiempo, conocía al dedillo las especificaciones de nuestros productos y era una pieza fundamental en cualquier presentación a clientes, pero que todo el tiempo tenía problemas con sus subordinados, gente de otras áreas y conmigo, por sus malos modos y actitud despectiva.
Independientemente de cuanto esto nos pueda desagradar, nunca dejemos de lado sus genialidades porque usualmente son estas las que hacen que las empresas se destaquen.
En la otra punta del espectro tenemos a una gran inteligencia emocional.
Es ese al que todos le van a pedir consejos, que siempre tiene una sonrisa preparada, un abrazo o una palmada en el hombro, pero que, además, cuenta con su arma más efectiva que es la empatía.
Sabe escuchar, entender y ponerse en el lugar del otro, y por lo tanto le habla a la gente desde ese lugar por lo que siempre es entendido.
Su preocupación por los demás, no está preparada ni es una pose, es un sentimiento profundo que lo lleva a conectarse aún sin quererlo.
Justamente por tener estas características, puede manejar mejor las situaciones críticas y en particular, manipular a las personas en el buen sentido.
Entre ambas posiciones, tenemos infinidad de gradientes de mezclas de unas con otras.
¿Cómo impacta esto en el mundo empresarial?
En mi trabajo con distintas organizaciones, muchas veces me he encontrado que las definiciones de potencial de las personas (posición a la que pueden llegar en una cantidad estándar de años), solo tienen en cuenta su CI y sus pergaminos.
Realmente es extraño ver cómo los empleados calificados así, crecen en posiciones y jerarquías en las organizaciones, pero el trabajo duro y valioso lo hacen los otros, la gente con inteligencia emocional, que no crece en la misma medida.
Claro que, al ser el altruismo una de las características de estos últimos, este hecho no les importa demasiado.
También he visto a jefes o dueños, quizás con coeficientes intelectuales altos, agredir y boicotear a los que tienen debajo con una interesante inteligencia emocional, porque sienten que esta gente tiene algo que ellos no pueden conseguir, que es el respeto y cariño sincero del resto.
Lo paradójico de estas dos formas de inteligencia es que compiten entre si todo el tiempo.
El tema es que, ni el de alto coeficiente intelectual lo acepta porque subestima al otro, ni el de inteligencia emocional lo cree porque se basa en la asociatividad y no en la competencia.
Tan distintas son sus visiones que no pueden reconocerse en la contienda.
Ahora si, el consejo obligatorio.
Si usted tiene poder de decisión y es jefe o dueño de una empresa, no se deje cegar por los diplomas, ni por un alto CI, y tenga siempre presente que “las papas del fuego” las sacan generalmente aquellos que, por su inteligencia emocional, mueven los espíritus, alimentan las almas y llevan adelante los equipos en las peores tormentas.
Pero, si tiene un genio por ahí, tampoco lo descuide, haga que rinda en lo que sabe, hágalo sentir importante y dele atención.
Como jefe, entender al otro, comprender sus necesidades y preocuparse por él, son sus primeros pasos en el camino de aprendizaje hacia la inteligencia emocional, y es algo en lo que un buen coach lo puede ayudar.
Así que, si está dispuesto a andar ese camino, nosotros podemos acompañarlo.
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